11 DE MARZO DE 2012

RETA
A LA SOMBRA DE IZAGA

Texto y fotos: Fernando Hualde



Estuvo a punto de extinguirse, pero este pueblo de Izagaondoa ha vuelto a recuperar su pulso, y se reencuentra con su memoria.

            Una iglesia en avanzadilla, y apenas una docena de casas cubriéndole la retaguardia. Ese es el patrimonio arquitectónico de Reta, uno de los pueblos que, a la sombra de la peña de Izaga, forman y dan vida al valle de Izagaondoa. Así expuesto parecería que no es mucha cosa, y sin embargo… ¡hay tanta historia tras todos esos muros!.
            Hoy no es fácil reconocer al Reta de hace un siglo, mucho menos al de siglos atrás; ha cambiado un poco su aspecto, y más aún la vida de sus vecinos. Una mirada retrospectiva a aquél pueblo de antaño nos permitiría descubrir dos soberbias torres en pleno núcleo urbano, la de Beriain y la del Palacio; incluso una ermita, la de San Bartolomé. Hoy es diferente, y sin embargo sigue teniendo un encanto especial; se nota, se percibe que hay allí una intrahistoria rica, una intrahistoria en la que se entremezcla el palacio de cabo de armería, la iglesia de San Pedro, la antigua fuente medieval, o las posesiones que en su día tuvo una marquesa de Lumbier, por poner tan solo algunos ejemplos de los entresijos que allí pudo haber. Y hubo.


Iglesia de San Pedro

            El primer edificio que recibe al visitante es la iglesia, con su aspecto defensivo; donde otras tienen cuidados canecillos, esta exhibe matacanes, como si estuviese hecha más para pelear que para orar. Por su ubicación viene a ser algo así como la tarjeta de presentación de Reta, o de Erreta, que era su nombre en la época que fue levantado este templo en honor a San Pedro, allá por el año 1200. Desde el punto de vista artístico estamos hablando de un románico tardío, o de transición hacia el gótico. Pero románico. Si bien, en el siglo XIV se le hizo una reforma que es la que introdujo en esta construcción su imagen parcial de templo gótico, y que es la que hace que todavía hoy convivan ambos estilos.
            En su interior llama la atención el retablo, dorado y reluciente, construido hacia el año 1700. La imagen de San Pedro está flanqueada por la de San Pablo y la de San Bartolomé, titular este último de una ermita que hubo dentro de la localidad. Sobre ellos, en el piso superior, vemos los relieves policromados de un calvario (sobre San Pedro), flanqueado por el martirio de San Fermín (sobre San Bartolomé), y por la imagen de San Francisco Javier, con roquete blanco (sobre San Pablo). Otra pieza valiosa es la pila bautismal, románica por su edad y por su estética, pues luce en todo su perímetro una arquería de arcos de medio punto; y junto a ella un soberbio crucifijo, con Cristo y cruz tallados en madera.
            Y luego está lo que no se ve. Y lo que no se ve es la memoria de lo que se ha vivido entre estas paredes. Una cosa es la pila bautismal, y otra cosa es la realidad de que sobre ella se ha bautizado en los últimos ochocientos años a la totalidad de los vecinos de Reta. Una cosa es la imagen de San Pedro, y otra es las miradas que ha concentrado en los últimos siglos, y las plegarias que ha escuchado. Una cosa es toda la piedra de sillería que exhiben esos muros, y otra lo que entre esas piedras se ha vivido.
            Las personas de más edad que hoy viven, aún guardan memoria de don Matías Equiza, aquél párroco que vivía con el ama, con Clarencia. Mucha más gente se acuerda de su sucesor, de don Gregorio, que aplicaba una disciplina que hoy sería difícil de entender y de aceptar, a quien los monaguillos temían especialmente.
            Desde esa puerta salían los penitentes, entunicados, descalzos, con las cruces, cantando las letanías… en ascensión penitencial a San Miguel de Izaga, reuniéndose en el camino con el grupo que había salido desde Zuazu, que agrupaba a los vecinos de Artaiz, de Mendinueta y del propio Zuazu.
            Allí quedan aquellos Domingos de Ramos, en los que se bendecían aquellas ramas de mimbre, para luego colocarlas en las ventanas de la casa, una al norte y otra al sur. Y la casa quedaba protegida de todo maleficio. Seguro.
            Y atrás quedan aquellas Semana Santas, en las que las campanas callaban, y en su lugar sonaban aquellas tabletas y aquellas carracas que elaboraba Joaquín Zandueta en su tienda-taberna; ¡qué momento más sobrecogedor el de las tinieblas, en el que la iglesia quedaba a oscuras y todos hacían sonar las carracas!.
            Todos los días había misa, y rosario. Los hombres se colocaban adelante, en los bancos; y las mujeres atrás, en sillas y reclinatorios.
            Hoy es diferente. Se celebra misa cuando se puede, hay un párroco para más de veinte pueblos. Y a pesar de ello la iglesia se cuida, se limpia y se mima, como el tesoro que es, como el lugar por el que durante siglos ha desfilado todo el pueblo; como mínimo al nacer y al morir.

Lateral de Casa Palacio

Casa Palacio

            Y seguido de la iglesia estaba, y está el Palacio. Un palacio de cabo de armería. Su dueño en 1513 era Fernando de Reta; casi un siglo después su propietario era Juan de Bayona, y otro siglo más tarde la propiedad estaba en José de Bayona, y después Pedro Fermín de Bayona y Eguía, y más tarde Joaquín Javier de Bayona y Ezpeleta, y… hoy le dan vida las hermanas Irene y Vicenta Murillo, dos mujeres que han sido protagonistas de un estilo de vida que hoy cuesta imaginar; de las que conocieron el pueblo sin carretera; de las que acudían diariamente hasta la fuente, con sus pozales, a llenarlos de agua porque las gallinas, los cerdos, las palomas y las caballerías tenían que beber; de las que acudían a la Berchera a lavar la ropa, a frotarla sobre piedras, para luego blanquearla a base de ceniza; de las que segaban a hoz y con zoqueta para proteger los dedos… Eran mujeres que vivieron lo que les tocó, y lo que les tocó no fue fácil.
            Y además de casa Palacio había más casas; las propias hermanas Murillo pasan lista: “la del tío Cacho (casa Cacho),Aramendía, Zandueta, Escániz, la de la Feliciana, Panchito, Liberal, Beriain, Bensino, Salinero, Lanzena, Valentín, la del Cura…”. Y se acuerdan que frente a casa Lanzena había una torre, y que una de sus paredes hacía de frontón.
            Hubo tienda y taberna, todo en uno, por obra y gracia de Joaquín Zandueta. El propio Joaquín salía también a vender por los pueblos, tal y como recuerda su hija Carmen: “Recorría todo Izagaondoa, y Unciti, y pueblos de Ibargoiti… Primero fue con una tartana de dos ruedas, después con otra de cuatro ruedas, y finalmente, hasta los años sesenta, con una camioneta. Vendía cosas de mercería, albarcas, alpargatas, azúcar, aceite…”. Joaquín era también quien subía a Izaga, el día de la romería, a vender caramelos, garrapiñadas y refrescos.
            Y la escuela…, ¡cuántos recuerdos!. Estaba entre Zuazu y Reta, para ambos pueblos. Vicenta Murillo aún pudo conocer la escuela vieja; pero esta se hundió y hubo que levantar otra. Mientras se hacía la escuela nueva, “en la misma carretera, entre los dos pueblos”, se improvisó una escuela en la casa de la Abadía. “Íbamos a comer a casa”; entonces se empezaba a ir a la escuela a los seis años y se acababa a los 14 años; “en algunas casas se le pagaba algo al maestro y podías estar uno o dos años más”.
            Vicenta aún llegó a conocer a Fortunato Marco, de Isaba, “un maestro muy bueno, y muy inteligente”, al que al iniciarse la guerra las nuevas autoridades provinciales apartaron de su oficio para que no contaminase sus ideas republicanas. Después estuvo de maestra Antonina Villanueva (de la casa Aldunate, de Artáiz), y Benita Belzunegui (de Cemborain), que venía en bicicleta; también estuvo una tal Adriana (de Mendinueta), y Juanita (de casa Caballero, de Zuazu).
            Poco a poco se va difuminando la historia de estos años de atrás; aquellos carnavales…, la guerra…, las fuesas en la iglesia…, las navidades con aquellas colaciones, los juegos, las labores de la casa, las fiestas, las huertas… Por ley natural en apenas una década esto se habría perdido; pero el grupo Cultural Valle de Izagaondoa ha estado al quite, y estos recuerdos, todos, han quedado inmortalizados en Reta, y también en otros muchos pueblos del entorno.
            Queda aquí tan solo unas pinceladas, suficientes para tomar conciencia de la importancia de conservar la memoria de estos lugares. Y la de Reta ha quedado ya a buen recaudo.  

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